“No solo me estafaron, me arruinaron la vida”
La empresa de porcelanatos cerró por la caída de ventas y las importaciones, pero los trabajadores advierten que quieren flexibilizar. La crisis de Whirlpool que se extiende a contratistas.
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Cristian Manrique tiene 43 años y más de la mitad de su vida la caminó por las calles internas de la planta de porcelanatos ILVA, en Pilar. Hasta el 28 de agosto, su aspiración era jubilarse en la fábrica en la que trabajaba desde hacía 23 años. Pero desde hace 108 días, cuando la empresa despidió a 302 trabajadores, sus pasos rodean el perímetro del lugar, en el acampe para pedir los puestos de trabajo o que les paguen las indemnizaciones. “Me desorganizaron la vida, meses atrás yo estaba pensando a dónde ir a descansar en el verano y, ahora, es mi hijo el que nos ayuda a pagar las cuentas”, dice. Ilva, líder de un mercado premium de cerámicas, cerró por la baja de las ventas y por la apertura de las importaciones, sin embargo, los trabajadores sostienen que detrás de la decisión está la idea de reducir costos a través de la precarización laboral, algo que ya hicieron otras empresas desde que Javier Milei llegó a la presidencia.
El acampe sigue a la vera de la calle 9, en un polo industrial en el que, semanas atrás, Whirlpool cerró la planta de lavarropas, lo que derivó en que otras dos empresas proveedoras cesen la actividad y despidan gente. Se suman así a otros casos que hacen que en 2025, se registren entre 1500 operarios cesanteados entre empresas grandes y pymes en esta ciudad.
Adentro del predio solo se escucha el sonido de los pájaros. Como la novela de Juan Rulfo, cuando Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre Pedro Páramo y encuentra un pueblo vacío sin más que ecos fantasmales, la planta de ILVA es puro silencio. Los cardos de flores moradas crecen salvajes. Detrás de las rejas quedaron dos camionetas –a las que los yuyos están tapando–, un montacargas e hileras de porcelanatos al aire libre. Todo quedó suspendido, como cuando algo se detiene de golpe, como cuando uno sale de su casa sabiendo que volverá en minutos. Los agapantos violetas aún florecen en la entrada del edificio.
“No apareció más nadie, parece una fábrica fantasma, una fábrica en ruinas, pero no, adentro tienen una prensa nueva que la terminaron de instalar una semana antes del cierre. La trajeron de Italia, está valuada en miles de dólares y la instalaron. Si no hubiesen querido continuidad la hubieran dejado en los cajones en los que llegó y la vendían”, dice Juan Flores, otro de los trabajadores despedidos. La empresa fundada por la familia Zanon hace más de 30 años presentó una propuesta en la Justicia comercial para reabrir la planta con apenas 40 empleados con un sistema de contratación diferente.
Las importaciones y la estrategia empresarial
En el acampe sostienen que además de la crisis económica que vive el sector por la apertura de importaciones y la reducción de ventas que generó el gobierno de Javier Milei, los dueños de la empresa aprovecharon el contexto de avanzada antiderechos para flexibilizar las condiciones laborales. “Si quieren tener personal nuevo, con otras condiciones, hubieran pagado lo que nos corresponde a nosotros. Pero ni siquiera eso. Para ellos, los salarios eran por arriba de lo convencional y entendían que también eso influía y los llevó a entrar en concurso”, describe Juan Flores. Los beneficios que “encarecían” el salario eran el transporte, el comedor y la prepaga. Por el momento, continúan las audiencias conciliatorias en la Secretaría de Trabajo de la Nación para tratar de resolver el conflicto.
Sin embargo, las amenazas de despidos para cambiar las reglas de juego de los trabajadores no es algo nuevo, una situación similar denunciaron los empleados de Granja Tres Arroyos a este diario.
“Pensé que me iba a jubilar acá”
Cristian Manrique entró en ILVA pasada la crisis del 2001, recuerda que cada semana salía de trabajar de una fábrica cercana y llevaba un currículum a la portería. Así lo hizo durante meses hasta que entró: “Todo el mundo quería trabajar acá. Vos pasabas y veías cada auto. Por ser clase trabajadora llegar a ILVA era algo que muchos querían. Era algo digno a lo que podíamos aspirar: trabajar, tener tu casa, tu autito y ver si te podías ir de vacaciones”. Cristian habla pausado, lo recuerda sereno. “Pensé que me iba a jubilar acá”, dice y llora.
Un candado azul sobre la puerta de entrada separa la fábrica deshabitada del acampe. Afuera, un grupo de 20 personas escucha una playlist de cumbia mientras organizan el almuerzo. Hace calor, pero la sombra de los fresnos amortigua la sensación térmica. Mientras algunos asan pollo a la parrilla, dos mujeres se suben a un auto para ir al baño de una estación de servicio a unos kilómetros, todo dentro de uno de los polos industriales más grandes del país: 900 hectáreas con, hasta hace un tiempo, 255 empresas. “Nos sacaron a la calle sin más plata que la de la billetera y tenés que salir a ver como sobrevivir”, dice Cristian y recuerda el telegrama de despido que le llegó en agosto en el que la empresa citaba el artículo 247 de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT) para pagar la indemnización al 50% por crisis. Pero ni siquiera eso. “A cualquiera que roba una bicicleta lo siguen con las cámaras hasta llegar a la casa y a esta gente, no. A mi me robaron 23 años. Es una reforma laboral lo que quieren hacer”, agrega.
Ahora, cada semana hace turnos de 24 horas en el acampe junto a su mujer, Florencia Pereyra, que se sumó a la organización y es la encargada de las cuentas. “El candado es que estamos secuestrados, no podemos seguir nuestras vidas, no podemos pasar las fiesta como cada año y la vamos a pasar acá”, dice ella. Cuando no están en el acampe, Florencia atiende su forrajería, Cristian hace changas de mecánica en su casa. “Tenemos un hijo de 24 años que ahora nos ayuda a nosotros, tomó la posta él hasta que se acomode. La vamos piloteando para no abandonar esto, porque abandonarlo es tirar 23 años de su vida”, cuenta Florencia.
Un cementerio obrero
Al cruzar la ruta, sobre la vereda de un campo deshabitado, hay cruces clavadas en la tierra con nombres en el medio y remeras colgadas de los alambrados que también llevan nombres, como en un cementerio. En las cruces se lee: Francisco Zanon, Franco Bocci, Julieta Gianese y Alejandro Renghini; los dueños y gerentes de la empresa. En las remeras, nombres de trabajadores y los años de antigüedad que perdieron, como una lápida de la identidad obrera que ya no existe. “Marcos Javier Medina, 1997-2025, 28 años”, se lee en una de esas remeras.
“Se me está haciendo difícil sobrevivir. Porque eso hacemos, estamos sobreviviendo y hasta eso se me hace difícil”, dice Paola Castañeda, de 50 años, jefa de hogar y madre de tres hijos. Tiene 22 años de trabajo en ILVA. “No solo siento que me estafaron, siento que me arruinaron la vida, el futuro. Nos dejaron en la calle sin un solo centavo, estoy en una edad que está lejos de jubilación y prácticamente afuera del mercado laboral. Me cuesta mucho sostenerme económica y emocionalmente”, cuenta Paola. Contiene el llanto unos minutos, pero las lágrimas salen con la fuerza de un río cuando habla de su hijo Lautaro, que este año termina la secundaria y quiere seguir Medicina. “Él tiene aspiraciones de seguir estudiando, pero para mi es muy frustrante no saber si voy a poder ayudarlo. Me duele porque yo la pasé, tuve que dejar porque no tenía plata. Yo no quería que a él le pasara lo mismo”.
Paola dice que ella era la que en su familia siempre ayudaba económicamente al resto, a su hermana, a su sobrina, colaborando con rifas a vecinos y que ahora ya no compra carne. “Yo ahora estaría comprando la camisa a mi nene para la fiesta de egresados, pero no puedo. Se me rompe una zapatilla y tengo que andar descalza, me alteraron hasta el más mínimo detalle de la vida”.
Para Paola también “era un sueño” entrar a trabajar en ILVA. Igual que Cristian dejó el curriculum en la portería a pesar de que en ese momento no se tomaban mujeres. “Le insistí al portero y después me llamaron”, dice y agrega que ella sentía que cuando entró se pudo organizar, dejar de trabajar los siete días de la semana en una fiambrería de barrio y pagarle el jardín de infantes a su hijo. “Teníamos un estilo de vida que no era ostentoso, pero era estable. Todos los años hacíamos lo que hace cualquier trabajador: organizar las fiestas o si se puede, unos días de vacaciones”, dice.
Como sucede en todas las crisis, el impacto es mucho mayor en las mujeres. Un informe del Centro de Estudios Metropolitanos (CEM) muestra que entre el primer trimestre de 2023 y el de 2025 la desocupación femenina subió del 7,8 al 9 por ciento. Además, la brecha salarial se amplió del 23 al 25,8 por ciento.
La uberización de la vida cotidiana
Como un protagonista involuntario de una película dramática, Alberto “Beto” Franco muestra los modelos en pugna: las nuevas formas que impone la economía de las plataformas y las que conocíamos hasta ahora, la de la industria. Una transición dolorosa que lo llevó en menos de 100 días en ser un obrero asalariado a manejar un Didi. “Desde los 18 años que trabajo en fábricas, no estoy acostumbrado a esto. Yo creo que soy una de esas personas que nació para tener horarios para trabajar, ¿Viste? Hay otros que no, otros que se manejan solos”, dice el hombre de 50 años que tiene casi 19 de antigüedad en ILVA.
Lejos del razonamiento de la senadora –ahora libertaria– Patricia Bullrich, que días atrás en un seminario del Grupo Techint sostuvo que “en la Argentina hoy hay 500 mil personas trabajando en Uber y plataformas que no quieren ser empleados en relación de dependencia. Quieren ser monotributistas”, Beto Franco quiere su vida tal y como era hace unos meses. “Me cuesta muchísimo, sinceramente. No me rinde de la misma manera. Pero hacemos lo que sea para tener algún ingreso, son doce o catorce horas arriba del auto”, cuenta. Las últimas estadísticas muestran que en nuestro país, Uber tiene alrededor de 400 mil conductores, Didi 350 mil y Cabify unos 100 mil. Muchos que lo tienen como trabajo principal y otros que lo usan como complemento para llegar a fin de mes.
Beto cumplió los 50 años en el acampe, dice que le hubiera gustado comprar unas cervezas para festejar, pero le hubiera gustado mucho más comprarle una torta a su hijo Dylan para los 18. “Yo ya me considero como que estoy fuera del sistema por las nuevas modalidades que se vienen como con la reforma laboral. Quizás ya no tenga tantas posibilidades como otros para conseguir un trabajo”, piensa.
En el acampe hay olor a leña, acá la mayoría de las comidas se cocinan al fuego. Hay un horno bajo la carpa, pero no se usa siempre. No hay cocineros fijos, van rotando según lo que toque cocinar y quién esté de guardia ese día. Reciben donaciones, pero también crearon un fondo de lucha como para completar las comidas y comprar algo de carne y verduras (el alias es despedidos.ilva). El almuerzo y la cena ya no son solo para los despedidos, también se suman sus familias. “.A veces, el plato de comida lo tenemos acá. Porque sin ingreso se hace difícil y no tenés un plato de comida en tu casa y venís acá con los tuyos. Ahora somos una gran familia”, dice Juan Flores. Tiene 42 años y 17 en la empresa, y un hijo de 6 años con discapacidad que se quedó sin terapias después de que la prepaga Omint, que tenían por parte de la empresa, les quitó la cobertura. Naithan tiene transtornos del lenguaje y desde el centro médico donde hacía las terapias le dijeron que podía seguir de manera particular, con un costo de 5 millones de pesos. “Es imposible, ahora tenemos todo suspendido”, dice.
Pero Pilar no es solo ILVA. Semanas atrás fue Whirlpool, que cerró su línea de lavarropas y despidió a 200 personas, y también son las Pymes que dependen de ella y que también echaron trabajadores o que anunciaron graves recortes como Novax o Translong. Una especie de teoría del derrame inversa, que solo deja más desempleo y precarización. El presidente de Novax, Máximo Donzino le confirmó a Pilar Diario que tiene la voluntad de despedir “a la menor cantidad de gente que se pueda y en las mejores condiciones”, pero admitió que “es claro que nos sobra mucha gente”. Mientras que Translong, que hacía logística para Whirlpool echó a 17 de los 20 trabajadores, que están a la espera del pago de la indemnización.
Una lista que se va alargando en el parque industrial de esta ciudad y que ya tiene en total de 1500 operarios cesanteados entre empresas grandes y pymes en lo que va del año, según un relevamiento de la agencia DIB Diarios Bonaerenses. Y que tiene a empresas como a la multinacional Kimberly-Clark, a Kenvue –ex Johnson & Johnson–, Magnera, Akapol, FARA y Sidus, entre otras.
En la entrada de la carpa central, casi escondida, hay una pelota de voley que lleva pintada una cara roja simulando a Wilson, que acompañaba la soledad de Tom Hanks en la película “Náufrago”. “Hoy estamos como en el medio del océano. Si mirás para atrás, capaz que te termines ahogando, entonces tenés que seguir hasta que llegue la otra orilla”, dice Juan Flores. Cerca de él, Florencia cuenta que no es grato estar así, que les paguen los años trabajados y se van. “Algunos dicen, despectivamente, que vayamos a laburar. Yo no quiero estar acá. Yo quiero estar en el fondo de mi casa tomando tereré con mi marido después de su trabajo”. La sencillez de una vida previsible, eso es lo que piden. No mucho más.



